Celebramos la Misa y tratamos de aferrarnos a Cristo durante todo el año, por supuesto. Pero creo que todo el mundo sabe que durante un período de noventa días celebramos el misterio de Cristo de una manera especialmente intensa.
Celebramos el aniversario de la Redención del mundo con la primera luna llena de la primavera. Por cuarenta días antes de eso, ayunamos. Y durante cincuenta días después, nos deleitamos. Hoy concluimos la extravagancia litúrgica de noventa días de Cuaresma y Pascua.
Jesús es el Cristo, el Ungido, el hombre que lleva sobre Su frente una corona única. Jesús de Nazaret lleva a Dios, el Espíritu Santo, como una corona en Su Cabeza.
Comenzamos nosotros los noventa días con una especie de corona–una inusual: cenizas. Nos enfrentamos al hecho de que la vida en la tierra es corta. Dios nos formó de polvo, así que al polvo naturalmente regresamos. Nosotros decaemos como pecadores débiles, y una maldición de indiferencia sin sentido se cierne sobre nosotros–a menos que busquemos y encontremos a Dios. Nos enfrentamos a todos estos hechos, y los ponemos, como una corona sobre nuestras cabezas, en forma de una cruz de cenizas. Llevamos esa “corona” para declarar: “¡Sí, somos mortales débiles y pecadores!”
Luego, cuarenta días después, vimos a Jesús coronado. No con la monarquía terrenal de Israel, sino con una corona de espinas. Sólo la malicia del hombre caído podría llegar a algo tan perverso: coronar al Mesías con ramas espinosas retorcidas en una diadema cruel. Aunque Jesús no había pecado; aunque Él es la Vida que puede convertir el polvo de la tierra en carne viva; no se aferro a sus prerrogativas, Jesús tomó la maldición de la injusticia humana y la muerte sobre sí mismo. Los soldados romanos le coronaron con las espinas que nosotros pecadores merecemos.
Jesús sangró por nosotros y murió. Pero el poder de Su vida conquistó y venció. Sacaron la corona de espinas después que entrego su espíritu, y lo pusieron en el sepulcro empezando el sábado. Pero cuando las mujeres fueron a completar las unciones del entierro el domingo por la mañana, Jesús ya había dejado atrás todo el asunto de la muerte. El Padre le había coronado de nuevo con vida.
Cristo dio el Espíritu vivificante a sus amigos ese mismo día, como leemos en el evangelio, cuando Él los visitó por la tarde el domingo de Pascua. Pero esperó otros cincuenta días para coronarlos con su Espíritu. El Pentecostés, como oímos en la primera lectura, derramó el don: sabiduría, entendimiento, conocimiento, consejo, piedad, fortaleza y temor santo; derramó el Espíritu sobre sus escogidos, coronándolos con Dios–como había sido El coronado con Dios desde el momento de su concepción en el vientre de María.
Pues, no hay nada indefinido en la coronación espiritual de Pentecostés. A veces la gente habla del Espíritu Santo como si fuera una nube “quisquillosa.” Pero no podemos abaratar el Don de Pentecostés de esta manera. Jesús prometió algo muy específico cuando dijo a los Apóstoles que Él les daría Su Espíritu. Él les dijo: “El Paráclito tomará de lo mío y se los dará”.
¿Qué es exactamente lo que pertenece a Cristo, que el Espíritu Santo nos da? Bueno, todo pertenece a Cristo, por supuesto, ya que Él es Dios Todopoderoso. Pero lo que pertenece especialmente al Hijo encarnado es: la Redención del hombre. La Palabra eterna, la Sabiduría del Padre, se hizo hombre para redimir al hombre. Llevaba la corona de espinas para lograr esto. Esa corona de sufrimiento amargo descansa ahora, como un trofeo, junto a la cruz vacía. El Redentor victorioso reina en lo alto, dando libertad y nueva vida a Su pueblo a través de Su Espíritu.
Es un poco triste que estos noventa días de intensidad espiritual hayan seguido su curso. Es como si toda la Iglesia fuese a una especie de retiro de oración cada primavera, con la Sagrada Liturgia de Cuaresma y Pascua elevándonos a la contemplación de la conquista de Cristo en Jerusalén.
Ahora debemos salir de la casa de retiro, por así decirlo, y enfrentar la misión que tenemos a mano. Es decir, participar – como Él nos llama a participar – en la redención del hombre, por nuestras oraciones fervientes y acciones incansables.
Pero avanzamos con nuestras coronas puestas firmemente sobre nuestras cabezas. La corona del don celestial de Dios, nuestra participación en la unción del Ungido.
Sí, somos polvo y cenizas, disminuyendo hacia la muerte inevitable. Sí, el Cordero inocente tuvo que llevar una corona de espinas por nuestros pecados. Pero Él nos ha redimido por su Don gracioso. La maldición sobre nosotros ha sido levantada. Y llevamos en el frente la diadema santa que nos marca como hijos de la casa de Dios, consagrados para la vida eterna.